miércoles, 10 de abril de 2013

Luzazul (CETC, Teatro Colón, Buenos Aires, 2013)


Adán no cede con nada - Emilio García Wehbi, marzo de 2013

A principios de 1963 Sylvia Plath, acorralada por el frío, el desengaño amoroso, los problemas económicos, la maternidad y sus propias obsesiones, decide terminar con su vida. Acaba de escribir sus mejores poemas –luego reunidos por Ted Hughes en el libro Ariel–. Una gélida mañana del febrero inglés, prepara un desayuno compuesto por tostadas con manteca y leche para sus dos pequeños hijos que aún duermen, se encierra en la cocina, tapa todos los huecos de ventilación, abre la llave de gas del horno y se suicida. A partir de ese momento, Plath se suma al mito tan venerado por la tradición literaria: la del poeta maldito.

Poco tiempo antes escribe para la BBC un poema dramático llamado “Tres mujeres”. Allí, con sutileza, da rienda suelta a sus fantasmas acerca de la maternidad y la feminidad.
©Sebastian Arpesella


Todo lo descrito arriba sirve de punto de partida para la escritura de nuestra Luzazul. Respetando la estructura de “Tres mujeres” pero reemplazando la denominación de Voz Uno, Voz Dos y Voz Tres por Cama #1, #2 y #3, se articulan un fluir del pensamiento y las emociones de una –muchas– mujeres acerca de la condición de lo femenino en un mundo dominado por la imposición falocrática. Y el objeto específico de consideración es, en este caso, la maternidad. La(s) mujer(es) de Luzazul se enfrenta(n) a tres escenarios posibles frente al embarazo: parir –aunque no sin conflictos–, abortar al feto que anida en su vientre o dar a luz para luego sacrificar a su hijo, como respuesta a la violencia producida por el mandato masculino.
©Sebastian Arpesella
Estas tres opciones no buscan imponer una mirada moral sobre el tema, pero no le escapan a la discusión ética. Sus voces citan a Plath en algunos casos, pero también convocan a otras voces, como las de las brujas de Macbeth, la de la figura de la mitología hebrea Lilith, la de la Ofelia shakespeariana o la de las princesas de los cuentos de hadas. Y lo hacen desde un lugar de una gran congoja, como si se tratase de una letanía que se origina en lo más profundo de su ser.
©Sebastian Arpesella

Un espejo roto - Marcelo Delgado, marzo de 2013
Una voz única recorre Luzazul; esa voz, múltiple, es la de tres mujeres que en situación de modernidad. ¿De qué modo lograr que la multiplicidad de estados (anímicos, físicos, emocionales, psicológicos) propios de un momento tan específico se traslade a la música? Como si nuestras protagonistas se reflejaran en los mil pedazos de un mismo espejo roto, la música multiplica los distintos estados anímicos que fluyen de la trama del texto, establece un devenir continuo que impone a la música una nula detención y a la vez no le permite descansar demasiado tiempo en ningún lugar.
 
 ©Sebastian Arpesella
Una sola cantante y dos actrices que cantan interpretan los tres personajes (uno, el mismo) de la obra. No hay competencia técnica entre ellas, ni es necesaria aquí: cada voz es propia, cada expresión en ellas es única. La voz que canta y la que dice son modos, maneras posibles.
 
©Sebastian Arpesella
La organización formal de la obra responde, de una manera general, a la de tantas óperas del repertorio tradicional: una introducción (a la manera de una obertura visual y sonora), tres actos (cada uno con su breve preludio y sus respectivos cuadros), y un epílogo. Un intervalo –la quinta justa– sirve de base para el desarrollo de los campos armónicos que sostienen las líneas melódicas de las voces y los instrumentos.

©Sebastian Arpesella
Estos también se multiplican en las manos de las intérpretes –también (y solamente) mujeres–, ampliando el rango tímbrico utilizable. El escenario sonoro se completa con las voces y sonidos grabados, que duplican –multiplican– las de la escena real.
Cada fragmento del espejo cuenta la misma historia. Escuchar.
 
©Sebastian Arpesella

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